Leemos en los periódicos y vemos en la televisión
que las clínicas y hospitales de La Laguna están saturados; que las carrozas
fúnebres hacen fila en los nosocomios para sacar cadáveres y llevarlos a
incinerar o darles cristiana sepultura.
El virus no provoca de inmediato síntomas y tarda
en incubarse varios días por lo que los ya infectados siguen su vida normal
contaminando a otros.
Las dudas, la incredulidad de muchos ha terminado
de la peor manera: con enfermos o fallecidos entre sus familiares y amistades.
Ahora es raro que uno, aquí en nuestra región, no
conozca a alguien enfermo o haya oído de personas cercanas (por amistades o
parientes) que tienen miedo a perder personas o en luto.
El coronavirus sigue causando estragos en todo el
mundo; Estados Unidos es el triste y despreocupado líder (bajo el gobierno que
no se quiere ir) pero los demás países -casi todos- tienen nuevas oleadas de
infección.
Los Estados de Durango y Chihuahua regresaron al
semáforo rojo, la ciudad de México no regresa por cuestiones políticas y no
pocas entidades también darán marcha atrás en esos precarios avances.
Lo malo es que en todas partes y aquí que es donde
más nos afecta, la gente sigue reuniéndose en fiestas y jolgorios y así,
seguirá la mortandad.
El “feis” está lleno de condolencias, de avisos de
decesos y si ya vivimos el escenario “catastrófico” que señaló el doctor
López-Gatell hace meses, el casi millón de contagios y las cien mil muertes
hasta ahora no tendrán fin si no nos acostumbramos a vivir con mayor
recogimiento y cuidado.
Es fácil culpar al gobierno, a los hospitales,
médicos y la mala fortuna pero la solución está en nuestras manos: ¡póngase el
tapa-bocas!, guarde la sana distancia y guárdese en su casa evitando contactos
personales no necesarios.