Primero los pobres, porque de ellos vive
Marcelo Torres Cofiño
El informe del Imco sobre Competitividad Internacional 2019,
titulado México: Sueños Sin Oportunidad dibuja un panorama desolador para la
gran mayoría de los habitantes de nuestro país, que sin importar el esfuerzo
que realicen tendrán pocas oportunidades para abandonar su condición de pobreza
y marginación.
Hay que entender, sin embargo, que la desigualdad desde la
que les toca enfrentar la vida a quienes tienen carencias de origen, va más allá
de lo económico y que es precisamente por eso que no bastan las dádivas ni las
ayudas asistenciales para revertir su condición.
En realidad, como muestra el diagnóstico del Imco, pesan más
en la falta de movilidad social y en la carencia de oportunidades, la debilidad
de las instituciones y la ausencia de un verdadero Estado de derecho que les
garantice el acceso a servicios que cubren sus necesidades más elementales. Son
la atención deficiente de salud y la baja calidad educativa en las etapas
tempranas de la vida, las que terminan condenado a la miseria a millones de
mexicanos y no la falta de dinero en sí.
En otras palabras, alguien sano y debidamente educado, tendrá
mayores posibilidades de abandonar la pobreza que alguien que solo recibe
ayudas gubernamentales. Por supuesto, en el país hay distintas realidades.
En las zonas más pobres, al sur de México, solo 2 de cada 10
habitantes tienen acceso a servicios de salud. En el norte, en cambio, son 5 de
cada 10. Pero eso, insisto, no es producto de la falta de dinero, sino de
cuestiones más estructurales que incluyen un marco institucional débil, incapaz
de ofrecer a la ciudadanía las respuestas que necesitan en materia de su salud.
Algo muy similar sucede con la educación que deberían recibir y que el Estado
mexicano ha sido incapaz de ofrecerles.
Sin esas necesidades básicas cubiertas resulta más difícil
que puedan acceder, por ejemplo, esquemas de impartición de justicia de mayor
calidad. Sus limitaciones en términos de su capacidad para comprender su situación
legal y jurídica ante hechos tan cotidianos como el pago de un impuesto, o la
recepción de un servicio público, los pone en una condición de elevada
vulnerabilidad, que no puede subsanar un país con instituciones débiles en el
que las leyes no son respetadas o se aplican de manera discrecional
Por eso, sí como nación realmente estamos interesados
terminar con la desigualdad, lo primero que debemos hacer es dar fortaleza a
nuestras instituciones; además, hay que apostarle al estado de derecho, porque su
construcción y diseño nos han costado mucho tiempo, dinero y esfuerzo. Pero,
además, porque así es como queda establecido en la Carta Magna, documento al
que juran respetar y defender quienes asumen un cargo público.
Debilitar, por la ruta que sea, al estado de derecho y a las
instituciones mexicanas significa profundizar las causas que tienen sumidos a
millones de mexicanos en la pobreza. Castigar presupuestalmente a las entidades
públicas del país para reorientar los flujos y conducirlos directamente a la
ciudadanía en forma de dádivas es apostarle a perpetuar las carencias de
quienes menos tienen. Hay quienes dicen: “primero los pobres” porque de ellos
viven